CAMILO JOSÉ CELA CONDE Más que el sida, el cáncer o las enfermedades vasculares, la obesidad apunta hacia el bien dudoso honor de convertirse en la mayor plaga de la humanidad en este siglo XXI. Las alarmas estadísticas se disparan, los anuncios acerca de medicamentos milagrosos abundan y el número de obesos, en especial el de obesos infantiles, no cesa de ir en aumento. Con el añadido, entre paradójico y terrible, de que el sobrepeso mórbido es el resultado de una ventaja adaptativa. Tendemos a engordar porque nuestro metabolismo, fijado a lo largo de millones de años de selección natural, funciona muy bien. Maximiza la tendencia a aprovechar hasta la última caloría de una ingesta que, a lo largo de la evolución humana, fue siempre difícil, arriesgada y azarosa. Y, como mejor solución para las dificultades planteadas por la tarea de obtención del alimento, fijó un sistema magnífico para la conservación de cualquier excedente improbable en forma de una capa de grasa que se acumula sin apenas límite alguno. No hubo presión selectiva hacia la pérdida de grasa porque tampoco existía, siquiera como amenaza remota, ningún riesgo asociado a la ingesta excesiva. Tal cosa –el comer mucho– era, en términos de la vida común para los australopitecinos o los primeros miembros del género Homo, ridículamente absurda. La amenaza para nuestros ancestros fue siempre la de morir de hambre o hacerlo como consecuencia de los riesgos inherentes a la tarea de obtener el alimento.
Hasta que llegó la cultura. O, mejor dicho, la agricultura. Fue el asentamiento de la población –con la pérdida del nomadismo propio de los cazadores-recolectores–, el control de la producción de bienes comestibles –mediante las técnicas agrícolas y ganaderas– y la acumulación de excedentes –que dio paso a nacimientos que fueron desde el álgebra y la escritura a la Iglesia y el Estado–, la cadena de acontecimientos que condujo a un sobrepeso contrario a lo que podríamos llamar la naturaleza de la humanidad.
Los gurús que venden milagros para seguir comiendo de forma compulsiva sin engordar, abundan. Pero la obesidad –el poder combatirla, vamos– también es un objetivo científico. Hasta el punto de que existen revistas serias, como la que lleva el nombre bien explícito de Obesity, dedicadas a estudiar ese problema gigantesco. En Obesity acaba de publicar el gastroenterólogo Florian Lippl, del Hospital Clínico de la Ludwig-Maximilians-University en Munich, Alemania, un trabajo que apunta hacia la altura –la cota geográfica, no el tamaño del cuerpo– como una variable que interviene en el lazo ingesta-grasa acumulada. Veinte obesos llevados sin ejercicio alguno a los Alpes austriacos tendieron a reducir de forma espontánea su ingesta, abriendo una esperanza para quienes sufren de sobrepeso. Es decir, todos. El hallazgo de Lippl es casi de Pero Grullo: coma usted menos, y adelgazará. Pero la clave está en cómo hacer algo que va en contra de nuestra naturaleza. El resultado se conoce de antemano: no va a ser nada, lo que se dice nada, fácil.
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